Thursday, August 11, 2005

 

TE HE VISTO



TE HE VISTO
Bebe en el cuenco,
en el rigor extremo
de los poros quemados,
el jugo oscuro de la luz.
José Ángel Valente


DÍA 1

—Te he visto —dijo la voz, con un leve tono sarcástico.

Sostuve el auricular contra mi oreja con la mano izquierda, mientras con la derecha enrollaba el cable alrededor de la muñeca. En el salón, el reloj de pared dio las dos. A través de las persianas de la ventana se filtraban rayos de luna que se deslizaban por el parquet envueltos en una bruma polvorienta. Fuera, en la calle, un perro solitario ladró a la oscuridad.

—¿Perdón? —susurré.

Notaba un sabor agrio en la garganta, y mi habitual acidez de estómago reclamaba a gritos una visita al cuarto de baño. Además me incomodaba el frío del parquet que recorría las plantas de mis pies descalzos. La llamada en mitad de la noche me había sobresaltado, pero aquellas tres palabras me sumieron en una especie de sopor estúpido.

—Te he visto —repitió la voz.

Era una voz joven, casi infantil, pero de timbre masculino. Al menos, eso pensé. Intenté asociarla con algún conocido, pero no me resultó posible. El tono de burla que creía apreciar me exasperaba, pero los antibióticos para el resfriado y el mismo absurdo de aquella situación no me permitían reaccionar con rapidez.

—Creo que se ha equivocado —murmuré, muy bajo, como si no quisiera ofender a mi interlocutor.
—Cállate, joder. No me vengas con esas gilipolleces —continuó la voz—¿Acaso yo te he faltado al respeto? Mierda, mierda... Mira, tío, iré pronto a verte, y más te vale tenerlo todo preparado. Te he visto, recuérdalo. Te he visto.

Colgó. Me quedé algunos segundos más de pie, escuchando los pitidos del teléfono. Después colgué y me senté en el suelo del pasillo, junto a la mesita del teléfono, con la espalda apoyada contra la pared. Cerré los ojos un instante e intenté visualizar a aquel chico, probablemente un gracioso. No pude, estaba demasiado cansado. Decidí acostarme y dejar las elucubraciones para la mañana siguiente.
Unas horas después volvió a sonar el teléfono, pero no me levanté a cogerlo. Cubrí mi cabeza con la almohada y esperé interminables segundos hasta que la casa quedó de nuevo en silencio. Poco después volvió a sonar.
Sonó doce veces más antes de que me decidiera a desconectarlo.

DÍA 2

Llegué al trabajo con algo menos de una hora de retraso. Me excusé varias veces aduciendo que había pasado una mala noche, pero mi jefe de proyecto no quedó muy contento con la explicación. A pesar de todo, me permitió hundirme en mi cubículo con una mirada de reproche, no sin antes recordarme los plazos de entrega del nuevo producto. Cuando me dejé caer en la silla y encendí el ordenador, repasé los sucesos de la noche anterior con detalle.

Aquel chico estúpido había marcado un teléfono al azar, y me había tenido que tocar a mí soportar su estallido hormonal. Tras innumerables llamadas me había visto obligado a desconectar el teléfono, lo que le daba el primer punto en una hipotética batalla por el control de mi línea telefónica.

Tecleé mi contraseña y me dispuse a disfrutar de otra rutinaria jornada de programación en java. El trabajo, tedioso y aburrido como nunca, me absorbió por completo y consiguió hacerme olvidar el incidente nocturno. Tuve tiempo incluso, mientras tomaba un café junto a la máquina con otros compañeros, de charlar con la nueva secretaria, una belleza pelirroja madre de dos niñas gemelas. Para nuestra desgracia, acompañó su insufrible monólogo con varias fotografías de las susodichas. Me disculpé con una sonrisa y les dije que debía continuar con mi trabajo. La pelirroja me creyó y me devolvió la sonrisa como despedida. No creo que nadie más se tragara semejante mentira.

El resto de la mañana transcurrió como un día cualquiera en la vida de un informático: miré a las nubes durante algún tiempo, y el resto lo invertí en programar y navegar por Internet, a partes iguales. Antes de marcharme a comer, miré mi correo electrónico por última vez, para asegurarme que no me llegaba trabajo inesperado por parte de mi jefe. Libre de preocupaciones, me marché al restaurante chino de la esquina a disfrutar de un rollito de primavera, un arroz con gambas y una ternera con salsa picante.
Cuando volví el sobrecito en la parte inferior derecha del monitor me informó de que había recibido correo. Sonriente, abrí la bandeja de entrada y leí el primer mensaje.

>From: yose@quiener.es
>To: TuLoSabes
>Subject: TE HE VISTO
TE HE VISTO.
PRONTO TÚ ME VERÁS A MÍ.
TENLO TODO PREPARADO.
SERÁ MEJOR PARA LOS DOS.

—¿Un admirador secreto? —susurró una voz en mi oído. Me sobresalté.
La pelirroja estaba a mi lado, observando con ojos curiosos la pantalla de mi monitor. Furioso, cerré el programa de correo y le lancé una mirada de pocos amigos.
—No creo que sea asunto tuyo —mascullé, intentando controlarme.
—Claro, claro, no te preocupes —me respondió—. Tengo mejores cosas que hacer que perder el tiempo contigo.

Se marchó con un sugerente contoneo de caderas que no me pasó desapercibido. Por un momento imaginé el rostro de su marido colgado de una pared a modo de trofeo, exhibiendo una enorme cornamenta. Sonreí, pero sólo duró un instante. Justo hasta que sonó el teléfono.

DÍA 3

Un grupo de adolescentes increpaba a un anciano mientras dos mujeres embutidas en vestidos chillones y ajustados discutían acaloradamente entre sí. Sentado en un banco, con la hoja de la denuncia en una mano y un bolígrafo –que una amable señora me había prestado– en la otra, dejé que mi mente volara y observé con detenimiento la variada fauna que poblaba la comisaría. Prostitutas, adolescentes con problemas hormonales, varias personas denunciando un robo o una desaparición, tan parecidos entre sí como distintos en una primera mirada.

Un hombre se sentó a mi lado y abrió un periódico deportivo. Llevaba un traje gris marengo, elegante y sobrio. Intenté imaginar los motivos que le llevaban hasta la comisaría: tráfico de drogas, una demanda por acoso sexual; quizá hasta un posible asesinato. Un agente se acercó hasta nosotros y los dos hombres desaparecieron tras una puerta. De nuevo solo, decidí rellenar apresuradamente aquel papel. Al terminar lo dejé sobre un mostrador y salí de allí, consciente de la inutilidad de mi gesto.

La mañana había transcurrido casi por completo. Cuando miré mi reloj de bolsillo eran más de las doce, por lo que decidí marcharme a comer y volver después a la oficina. Caminé unos metros hasta la hamburguesería más cercana y allí devoré dos hamburguesas con queso acompañadas de cerveza y patatas fritas. Mientras comía observé a través del cristal cómo circulaban los coches por la avenida. Se había levantado algo de viento, y las ramas de los árboles temblaban y se combaban, como si me saludaran.

Pensé en la secretaria, aquella joven pelirroja tan llamativa. Hablaba de sus hijas, de sus vacaciones, de las noches de discoteca. No la había oído mencionar todavía ni una sola vez a su marido, si es que lo tenía. Quizá viviera sola, después de todo. Separada, probablemente divorciada. Si durante su matrimonio había intentado mantener aquel ritmo de conversación con su marido, comprendía a la perfección su deseo de terminar la relación.

Mojé una patata frita en un charquito de tomate ketchup y la degusté mientras la comía. Mucha gente se resiste a disfrutar con la comida basura: yo no soy de ésos. Una buena hamburguesa me resulta tan deliciosa como el mejor solomillo de ternera a la pimienta, o la mejor langosta recién seleccionada del acuario del restaurante. Cada elección tiene su momento, y el placer de la mesa puede ser igual de gratificante en un restaurante de cinco tenedores como en una pizzería de franquicia. Terminaba mi bebida cuando sonó el móvil. Derramé la mitad de la cerveza intentando descolgar sin dejarla sobre la mesa.

—¿Sí? —dije.

Al otro lado de la línea no había nadie, o al menos eso pensé al principio. Tras unos segundos de silencio noté una respiración agitada en mi oído, y en aquel momento recordé las llamadas y el correo electrónico. Quise hablar, pero me sentía demasiado nervioso para hacerlo. No sé cuánto tiempo estuvimos los dos en silencio; quizá un minuto, no puedo afirmarlo con seguridad. Lo que sí puedo decir es que para mí el tiempo se detuvo, y durante todo aquel suplicio estuve en un estado de tensión tal que creí que sufriría un infarto. Entonces, como si supiera cómo me encontraba, como si hubiera esperado el instante justo antes de mi muerte, aquella voz habló de nuevo.

—Iré a verte. No puedes imaginarte cómo deseo verte. Estoy tan... excitado.
Después, bruscamente, colgó.

DÍA 4

Como supuse, la denuncia interpuesta en comisaría tuvo una vida efímera que no la condujo a ninguna parte. Hablé dos veces con un agente cansado, de papada prominente y mirada perdida, que abrió desmesuradamente los ojos y esbozó una sonrisa cuando le confesé que me sentía amenazado.

—Mire, amigo —dijo, demostrando con su tono de conversación no haberse perdido ningún episodio de Starky y Hutch—, yo creo que usted conoce a ese tipo. ¿Cómo si no conoce su móvil, su correo, su teléfono? Quién sabe, a lo mejor sabe incluso dónde vive usted.

Sonreí, ocultando mi deseo de aplastar el cráneo de aquel dechado de sensibilidad, y abandoné la comisaría con una innegable sensación de fracaso. Acudí por la tarde sin demora a mi médico de cabecera, con la oculta intención de conseguir la baja durante un par de días. Aquella situación comenzaba a escapárseme de las manos, y no quería que mi trabajo se viera afectado por todo ello. Mi médico, un anciano de gesto sombrío y ademanes ariscos, firmó el papel con desgana mientras fingía escuchar los síntomas de una migraña que se había instalado en mi cabeza una semana atrás. Extendió además una receta por una caja de pastillas no sin antes emitir su acostumbrado juicio acerca de mis males.

—¿Sabe? No consigo comprender qué beneficio obtiene de esas... llamémoslas migrañas pasajeras, encerrado en su casa y atiborrándose de pastillas. Quizá si cambiase sus hábitos alimenticios o...

Y continuó hablando durante varios minutos, mientras yo me levantaba, me despedía de su enfermera y me disculpaba por tener que marcharme de aquella forma apresurada. Recogí mis pastillas en la farmacia –una chica joven, de pelo rubio recogido en una coleta, me sonrió como si en realidad estuviera comprando una caja de preservativos– y caminé hasta mi casa, intentando despejar mi mente. De camino me detuve en un supermercado y compré algo de fruta y dos botellas de vino tinto de reserva.

Cuando llegué al portal busqué las llaves en el bolsillo de mi pantalón mientras intentaba no dejar caer las bolsas de la compra. Abrí y me dirigí hacia las escaleras. Junto a ellas, un joven de poco más de veinte años simulaba leer un panfleto publicitario. Observé detenidamente sus gestos mientras avanzaba hacia él. Sostenía el papel con una mano. La otra, oculta en el bolsillo del pantalón, acariciaba un objeto que bien podría ser un arma blanca. Di otro paso hacia él, y el chico alzó la vista. Me detuve, alerta y preparado para cualquier cosa. Las bolsas de la compra, una en cada mano, colgaban de mis brazos como extensiones muertas. El chico me miró unos segundos, después sonrió.

—Buenas tardes —susurró.

Sonreí, pero notaba las gotas de sudor deslizándose como ríos de sal por mi frente y mis cejas. Dejé las bolsas en el suelo y volví a sacar el manojo de llaves. Mi puerta queda al lado de las escaleras, justo donde aquel joven permanecía impávido, con su helada sonrisa cristalizada en un rostro de piedra. Nos miramos detenidamente, sin dejar de sonreír.

—Buenas tardes —dijo una voz a mi espalda, y una joven pasó a mi lado como una exhalación y se colgó del cuello del joven.

La reconocí al instante; era la hija de la portera, Marta, la chica que acostumbraba a limpiar mi casa un día a la semana. No recordaba que aquella tarde debía pasar por allí. Entré las bolsas hasta la cocina y volví a salir a la puerta.

—Perdona —le dije—. No se si ya te lo había comentado, pero hoy no es necesario que te quedes, pasaré la noche fuera.

Sonrió y dijo que perfecto, que no había ningún problema, aunque una sombra de enfado cruzó por sus pupilas. Probablemente estaba comenzando a acostumbrarse a mi comportamiento peculiar. No importaba en realidad.

—Bueno, entonces nosotros nos vamos —dijo ella, sonriente—. No hay mal que por bien no venga.

Cerré la puerta y encendí la televisión. Después hice la cena y me acosté temprano. Ya no me apetecía marcharme.

El teléfono sonó algunas horas después.

DÍA 5

Me desperté sobresaltado, con la piel perlada de sudor y las sábanas retorcidas alrededor de mi cuerpo. El reloj de la mesilla marcaba las cuatro de la mañana, y una suave brisa nocturna se colaba por la ventana de la habitación, danzando con las cortinas. Me levanté en silencio y me vestí con unos pantalones vaqueros. Descalzo, salí al salón.

Encendí la luz de la lámpara, y quedé frente a Marta y su novio. La chica rebuscaba ansiosamente en uno de los cajones mientras el chico, impávido, me observaba.

—¿Qué demonios...? —rugió Marta, y al volverse sus ojos se encontraron con los míos— ¡Maldita sea!

La joven rebuscó en su bolsillo trasero y exhibió una navaja de hoja afilada y mango de plástico negro. Un arma peligrosa en manos de alguien asustado y consciente de su error.

—¡Vamos, idiota! —gritó al chico— ¡Haz algo! ¡Yo no me largo de esta casa sin la libreta y las putas tarjetas!

La situación me tomaba por sorpresa. Conocía a Marta y a su familia desde hacía casi doce años, y nunca hubiera esperado algo así. Además, me sentía incómodo mostrándome ante ellos sólo con mis pantalones vaqueros. Todo me resultaba extraño, inadecuado. Avancé un paso hacia ellos y Marta enseñó sus dientes en una mueca de rabia mientras fintaba con la navaja.

—¡Atrévete, machote! —gritó.

Y me atreví. Di dos pasos y de un manotazo le arrebaté el arma. Aterrada, retrocedió hasta la pared, derribando mi equipo de música y varios libros de las estanterías. Mientras tanto, el chico permanecía inmóvil, ajeno a todo lo que ocurría. Supe entonces quién era, y supe perfectamente lo que esperaba de mí. Marta jadeó, cayó al suelo. Parecía borracha, o drogada. Era muy probable que hubiera consumido algún tipo de droga para reunir el valor y entrar en mi casa de aquella forma.

—¡Joder, joder! —dijo en un susurro.

Llegué hasta ella y la cogí por el pelo. Gritó, y pensé en los vecinos. Pero sabía que no le darían importancia. No era la primera vez que una mujer gritaba en mi casa y no sería la última. Golpeé su cabeza contra el parquet, sintiendo cómo se astillaba el hueso de la nariz. Golpeé de nuevo, acallando los gritos. Le tomé el pulso y comprobé que respiraba con cierta dificultad. Estaba inconsciente, pero todavía serviría.

Miré al chico.

—¿Me ayudas? —le dije, mientras arrastraba el cuerpo hasta mi dormitorio.

Sonrió débilmente y tomó las piernas de Marta. Entramos en el dormitorio y la dejamos sobre la cama, no sin antes retirar las sábanas y el edredón y cubrir el colchón con un plástico transparente. Después abrí el armario y saqué el equipo. Mientras tanto el chico se dedicó a desnudarla, procurando que no despertara. Cuando terminó, até sus manos y tobillos con cuerda de alambre a las patas de la cama, manteniendo sus piernas muy abiertas y los brazos separados, y extendí sobre la cómoda todo mi material de trabajo.

—Mira, ve a la cocina y tráeme un bote que pone Sales, está sobre la encimera, junto a los cuchillos. Por cierto, ¿cuál es tu nombre?
—Iván –dijo, y corrió hacia la cocina.

Cuando volvió, yo ya había amordazado a su novia. Despertó sobresaltada, y se debatió contra sus ataduras con fiereza, provocándose varias heridas que comenzaron a sangrar. Sin prestarle atención, me desnudé bajo la mirada atenta de Iván y me coloqué un preservativo. Soy muy cuidadoso en ese sentido, no quiero tener problemas. Violarla fue gratificante. Su cuerpo joven y bien formado luchó durante todo el acto, y acompañó todos mis movimientos con gemidos de dolor apagados por la mordaza. Tan decidida, tan atrevida, y todavía conservando la flor de la vida. Cuanto terminé, decidí violarla por segunda vez. Iván, mientras tanto, acariciaba el resto de mi equipo como un aprendiz ávido por comprender los misterios del instrumental de su maestro. Esta segunda vez fue, si cabe, mejor que la anterior. Rendida, aterrada, apenas tuvo valor para resistirse cuando le mostré su navaja y la hundí en su antebrazo. Gritó, sí, y lloró también.

Después busqué mi bisturí y me ensañé con su cuerpo. Provoqué ríos de dolor y sangre en sus pechos y en su vientre, y me entretuve unos minutos realizándole una ablación. Cuando clavé el bisturí en su ojo derecho se desmayó. Para entonces yo había terminado el juego, así que concluí la obra con rapidez, cortando su yugular con un cuchillo de carnicero. Iván y yo fuimos juntos hasta el baño y trajimos un par de esponjas y un cubo para recoger la sangre, ya que la alfombra era nueva y no queríamos mancharla.

Recogimos todo y depositamos el cuerpo en mi bañera. Ya lo trocearía mañana; ahora me sentía agotado y a la vez excitado, como solía ocurrirme. Llené el lavabo de agua y me limpié los restos de sangre con desgana. Después me sequé con una toalla y volvimos al salón.

—¿Y bien? —dije, mirando a Iván y encendiendo un cigarrillo.

El chico temblaba de pies a cabeza, pero no de miedo. Yo me había comportado como un maestro ante él, como un padre. Pero ignoraba lo que sentía, lo que deseaba, qué le había motivado a hacer todo aquello.

—Yo... —comenzó, con timidez— ya había visto tu trabajo una vez. Vine a recogerla y te vi con una mujer, una mulata. Supe lo que hacías, por eso quise verte. Conocerte.
—¿Y estás satisfecho? —le respondí, exhibiendo mi mejor sonrisa.
—No.
Aquello me sorprendió, pero no perdí mi sonrisa. Esperé en silencio, invitándole a continuar.
—No. Verás, yo... no quería verte hacerlo otra vez. Quiero formar parte de esto, ¿sabes? Siempre he querido participar.
—Bien, entonces buscaremos a una muj... —comencé, pero me interrumpió con un gesto.
—No, no lo entiendes, yo no quiero matar a otra mujer. No, yo quiero... participar.

Y entonces sonrió tímidamente mientras comenzaba a desnudarse y sus manos buscaban las cuerdas de alambre. Yo sonreí también, más si cabe, recordando las palabras que la pelirroja de mi trabajo repetía en todas las conversaciones. No hay quien entienda a estos jóvenes de hoy en día.
Sobre el autor:
Santiago Eximeno es un escritor madrileño, nacido en 1973, que ha publicado una novela (Asura, Grupo AJEC, 2004) y varias antologías: Imágenes, con Parnaso; Visiones 2005 (seleccionador), con la AEFCFT y Canope, con Ediciones Efímeras. Ha publicado relatos en prácticamente todas las revistas de género, tanto en papel (Artifex, Gigamesh, Galaxia...) como en formato electrónico (Axxon, Pulsar, Alfa Eridiani...). Es también editor de varios ezines como Qliphoth (http://qliphoth.eximeno.com), Efímero (http://www.edicionesefimeras.com)), de varios blogs (http://blogs.ya.com/efimero, http://subcontratado.blogspot.com) y mantiene una página web (http://www.eximeno.com) donde refleja todos sus intereses artísticos: literatura, ficción interactiva, juegos de mesa...

Comments:
muy bueno, da miedo.
 
uy que giro mas brusco da como a la mitad. Y si, da miedo!
 
Esa era la intención, así que feliz me hacen vuestros comentarios :)
 
Well done!
[url=http://ndbsumzj.com/uqvm/nrve.html]My homepage[/url] | [url=http://fuwtiurt.com/cvfp/dtxq.html]Cool site[/url]
 
Good design!
My homepage | Please visit
 
WOMANs SUPERVIAGRA
BUY CHEAP CIALIS ONLINE & SAVE 60% of YOUR MONEY.GET SPECIAL BONUS
TRATMENT IMPOTENCE
BUY CHEAP VIAGRA ONLINE.DYSFUNCTION ERECTILE MEDICATION MEDs
ACNE MEDICINE ONLINE
cheap accutane
WHAT IS ANTHELMINTICS
BUY online Albenza cheapest
ANTIBACTERIAL MEDICINE & CARE
order amoxil
AMPICILLIN ONLINE

ne-ampicillin.html>buy online ampicillin

BUY CHEAP BACTRIM
bactrm
NEW DRUGS & PILLS… SUPER-VIAGRA…
BUY SUPER VIAGRA
BUY CIPRO ONLINE
cipro otitis media
BUY CHEAP DIFLUCAN ONLINE
BUY CHEAP DIFLUCAN ONLINE
BUY CHEAP SUPER VIAGRA ONLINE AND SAVE 70 % OF MONEY...
BUY CHEAP CIALIS
Credit CARDS
 
Post a Comment

<< Home

This page is powered by Blogger. Isn't yours?