Wednesday, September 14, 2005

 

TRIGONOMETRÍA (ANTONIO IZQUIERDO)

En clase de Matemáticas cuando por primera vez dimos Trigonometría, las aburridas clases se volvieron muy agradables, oía al profesor hablando de senos, y cuando mi mente estaba muy centrada en los senos y escuchaba eso de los cosenos, pensaba: – Sí, empieza por co, pero para mí no termina igual -. Él proseguía su clase hablando de coger el miembro y operar con él, yo miraba el miembro y ahí estaba un seno al cuadrado, me costaba pensar en un seno cuadrado, en un principio solo pensaba en senos redondos pero con un poco de imaginación, y de eso nunca me faltó, conseguí hacerme una idea de cómo sería un seno cuadrado. Ya había oído algo de tener los huevos cuadrados, pero, ¿un seno cuadrado?, ni en las películas de ciencia-ficción, esas que salen mutantes y marcianos había visto nada parecido. Cuando hablaba de tangentes, me decía para mí. – No te salgas por la tangente y sigue con los senos y cosenos, que no decaiga la orgía de números -. Los demás de mi clase no parecían muy interesados por el tema. Pobres ignorantes, no podían ver el trasfondo sexual de la trigonometría. Me sentía un privilegiado, un portento, el único que podía leer entre líneas las fórmulas matemáticas.


Antonio Izquierdo, Perfil Biográfico:

Cofundador de la Revista Literaria-Cultural Amalgama. De profesión Contable pero a veces le es infiel a los numeros que le dan de comer y escribe relatos y poemas con pequeñas pinceladas de humor subrrealista y abzurdo.
http://73ideas.blogspot.com/, www.amalgama.tk

Friday, September 09, 2005

 

Átomo Jack y el mercader de sueño(Alfredo Álamo)

Un enorme lagarto verde dejaba pasar el anochecer rojizo y seco del desierto, extendido, cuan largo era, encima del capó de un viejo cadillac abandonado. La autopista, si se la podía considerar de esa manera, venía de alguna parte y parecía dirigirse hacia ningún lugar. Por lo que el lagarto sabía, la línea negra de asfalto se perdía de lado a lado del horizonte y los coches pasaban por ella de vez en cuando, espantando temporalmente a las moscas.
Un zumbido eléctrico acompañó un lento giro de cabeza del lagarto, las luces de neón del restaurante de carretera se intentaban encender, luchando contra las toneladas de arena del desierto que amenazaban con hacerlas desaparecer. Cuatro o cinco coches y alguna cabina de camión esperaban a sus dueños en el parking cubierto de uralita.
Y de repente el viento cambió.
El primero en darse cuenta fue el lagarto, estiró su lengua un par de veces y se puso en pie lentamente. Desde el fondo del desierto venía una nube de arena, envuelta y transportada por un viento tórrido y pegajoso, que se arrastraba hacia el pequeño restaurante en mitad de la nada con una precisión inquietante. El lagarto quizás no era consciente de cada uno de esos pequeños detalles, pero algo en ese aire le impulsaba a desaparecer, y eso es lo que hizo, lenta y sigilosamente, hasta que las dunas del desierto cubrieron amablemente su rastro.
Cuando la arena llegó, su impacto hizo tintinear todos los cristales del restaurante, sobresaltando a los parroquianos y oscureciendo aún más el cielo del ocaso. Mary, la única camarera del local, abrió con dificultad la puerta del restaurante al pasar la nube de polvo. La arena se había acumulado casi dos palmos alrededor del lugar, llenando viejos bidones de gasolina y los huecos de la uralita. En el parking había un coche nuevo.
El mercader de sueños quitó la llave del contacto, se ajustó la corbata, plegó con cuidado un mapa de Nuevo Méjico y cogió su maletín de imitación de piel antes de salir del coche. Pisó con sus mocasines italianos el camino lleno de arena y avanzó hacia la puerta del restaurante donde Mary le observaba con cara de asombro.
—Buenas noches, Mary —dijo el mercader de sueños al entrar en el estrecho pasillo que hacía de comedor.
—Buenas noches —contestó la camarera mientras la puerta se cerraba, arrastrando un dedo de arena y haciendo sonar una campanilla repelente.
El resto de clientes apenas hizo caso del mercader, enfrascados como estaban en enormes tazas de café o platos de huevos fritos con bacon.
—Ponme un café —le dijo jovialmente a Mary mientras se sentaba en un taburete de la barra—, llevo mucho tiempo conduciendo —añadió, dejando encima de la mesa sus finas manos con rolex de oro.
Mary levantó la enorme cafetera y le puso un generoso café, se fijó entonces en su chaqueta negra y su camisa gris, su corbata a juego, el alfiler de la corbata en forma de varita mágica. En sus pantalones cortados a medida, en sus anillos de plata, en la excelente manicura de sus uñas.
El ocaso se desvaneció lentamente hasta un fundido a negro en el desierto, las estrellas y constelaciones brillaron esa noche un poco más, hacía calor, incluso demasiado para aquel lugar y aquella época del año. La imagen del restaurante parecía fijada en una película fotográfica, único punto luminoso terrestre en kilómetros a la redonda. Los clientes del local fueron abandonando poco a poco sus lugares para ser sustituidos por otros viajeros, perdidos también en sus propios pensamientos. El mercader de sueños se tomó otro café mientras revisaba unos papeles que tenía en el maletín.
Era cerca de la medianoche cuando una furgoneta destartalada aparcó al lado del coche del mercader, un hombre de unos cuarenta años, grande, enorme, podríamos decir, se bajó zozobrante del asiento del conductor y caminó, haciendo eses, hasta la puerta. La luz del local lo iluminó, dejando ver una camisa de leñador, una gorra de los Nicks y una barba descuidada en un rostro sonrojado por el alcohol.
—Hola Jack —murmuró Mary, sacándose de la boca el palillo que estaba masticando.
—Noches, Mary —dijo Jack, arrastrándose hasta una mesa— ¿Te queda algo comestible?
—Puedo calentarte algo en el microondas —contestó Mary, acercándole la cafetera—. Toma algo de café, que te veo mal ésta noche
Jack se quedó sentado un buen rato, ausente, hasta que Mary le puso delante algo que parecía pollo asado con patatas.
—Dios te bendiga, Mary Biecrzcosky —exclamó Jack, engullendo los primeros trozos de pollo.
Las manos del mercader ordenaron los papeles, escogieron dos ellos y guardaron el resto en el maletín. Luego la mano izquierda, la del reloj de oro, agarró la taza de café.
—Disculpe —dijo el mercader, acercándose a la mesa de Jack—, ¿puedo sentarme?
—Claro –contestó Jack con la boca todavía llena. Hizo una pausa para tragar y continuó—, me gusta cenar con algo de compañía.
El mercader de sueños se sentó frente a Jack, en un ángulo concreto y determinado que hacía caer una sombra sobre su rostro. Al pollo le siguió un trozo de tarta de manzana, y para el mercader hubo, de nuevo, más café.
—¿Usted no es Átomo Jack? —preguntó el mercader, casi a bocajarro
Jack tenía un trozo de tarta pinchado en el tenedor casi en la comisura de la boca, pero la pregunta del mercader le hizo perder el apetito. El tenedor hizo un sonoro tintineo al volver al plato.
—Hace mucho tiempo de eso —dijo Jack, quitándose la servilleta—. Ya nadie se acuerda de esas cosas.
—Eso no es cierto, Jack —sonrió el mercader en la oscuridad—. Yo me acuerdo, ¿cómo era su traje?, ¿amarillo?
—Si —recordó Jack—, con un átomo en la espalda. Ya sabe “Átomo Jack, el poder del núcleo”…
—Hicieron una serie de dibujos animados, ¿verdad?
—Si, hasta hubo un proyecto para una película —dijo Jack, limpiándose el sudor de la frente— , a los niños les encantaba.
—Creo recordar algo así, usted hacía giras por los centro comerciales, por los colegios ¿qué pasó con todo aquello? —dijo el mercader—, y perdone si esto le molesta, claro.
—No, no —contestó Jack, ajustándose la gorra—, el gobierno dejó de hacer pruebas en Nuevo Méjico, dijeron que ya no convenía hacer explotar las bombas en suelo norteamericano. Hablaron de cáncer y de radiación, que convenía cambiar de estrategia, o algo así.
—Y se llevaron su sueño —puntualizó el mercader.
—Si, por decirlo de alguna manera —se quejó Jack—, mejor sería decir que se llevaron mi mejor trabajo.
—Una verdadera lástima —comentó el mercader, pidiendo otra taza de café que Mary llenó solícita—, y dígame, ¿no lo echa de menos?
—¿Está de broma? —contestó Jack con cara de incredulidad—, esa fue la mejor época de mi vida.
—¿Y si yo le dijera —insinuó lentamente el mercader—que puede volver a ser Átomo Jack una vez más?
—Le diría que se está quedando conmigo —contestó Jack apartando el plato de tarta

El mercader puso encima de la mesa los papeles que había seleccionado del maletín y se los acercó a Jack. Casi todo el documento estaba escrito en una diminuta letra pequeña, y la mirada de Jack era incapaz de centrarse tanto, pero entre tanto mar de palabras había una cláusula impresa con una enorme y clara letra color azul.

“Yo, Jack Arnold, declaro que, en plena posesión de mis facultades físicas y mentales, deseo recuperar mi sueño consistente en Convertirme en Átomo Jack y poseer el poder de la fisión nuclear en mi cuerpo, una vez más , siendo ésta mi voluntad y acatando el resto de normas detalladas ut supra.”

—Usted no puede estar hablando en serio —dijo Jack, levantando la vista de los papeles
—Créame si le digo que está en mi mano que usted cumpla su sueño, no tiene más que firmar —y la mano derecha del mercader le acercó una estilizada pluma estilográfica.
Jack cogió la pluma, pesaba como el plomo, acercó la punta hasta el lugar donde, amablemente, el mercader le señalaba para firmar. El trazo no resultó firme, pero la firma era reconocible.
—¿En rojo? —preguntó Jack, mirando el color de la tinta
—Es una formalidad sin importancia, Jack. Mary, cariño —dijo el mercader volviéndose hacia la camarera—, ¿puedes venir un momento?
Mary se acercó cansina, mirando su reloj digital de pulsera, a punto para decirles que era hora de cerrar.
—Por favor, Mary —dijo el mercader en su mejor tono dulzón—, necesitamos un testigo para la firma del contrato. ¿Te importaría…?
—Bueno, no sé —dudó Mary
—Por favor, firma —le pidió Jack
—Está bien —sonrió Mary firmando con la pesada pluma del mercader de sueños.
Casi se podía escuchar el rascar de la punta sobre el papel, formando el nombre de Mary en tonos cobrizos sobre el papel grueso, de la mejor calidad.
—Ya lo tienes, Jack —dijo Mary alejándose un poco.
—Gracias —dijo el mercader, recogiendo los papeles con gran agilidad—. Ésta copia es para ti, Jack
Durante unos segundos el mercader se quedó allí sentado, con la mano extendida cogiendo el contrato, esperando a un Jack que, en un último momento, dudaba. Luego, como el mercader sabía que haría, aceptó aquel trozo de papel que encerraba la promesa de un sueño.
—¿Cuándo empezaré de nuevo? —preguntó Jack, guardándose el papel en el bolsillo de la camisa.
Con un gesto elegante y medido, el rolex de oro brilló un momento bajo los tubos fluorescentes.
—Ahora mismo —dijo el mercader.

Dicen que la velocidad a la que se produce una explosión atómica impide apreciar el tremendo ruido hasta un momento después de la destrucción, que la velocidad de la explosión es superior a la del sonido. Si el tiempo se hubiera ralentizado, Mary habría podido apreciar cómo Jack comenzaba a brillar con un tono azulado, cómo un destello cegador habría precedido una violenta reacción en la que ella misma habría sido consumida, así como el resto del local y los pocos parroquianos que quedaban dentro. El brillo de la explosión cubrió el cielo hasta asustar a un enorme lagarto verde que había buscado refugio en un antiguo bunker en ruinas en medio del desierto. La onda expansiva y el sonido atronador vinieron después, levantando una enorme tormenta de arena y alertando a un gran número de sismógrafos. El desierto volvía a temblar como antes, la noche sufrió una aurora boreal, casi inédita en estas latitudes. Luego, porque incluso para estás cosas siempre existe un luego, el viento volvió a soplar fuerte, alejando las cenizas y el polvo, deformando el hongo nuclear que nadie había podido ver aquella noche.
El mercader de sueños anduvo tranquilamente hasta su coche, pasó su dedo índice por el capó y luego por el techo, dejando una marca serpenteante en el polvo que lo cubría. Abrió la puerta, se quitó la chaqueta, introdujo el maletín en el asiento del copiloto y la prenda de ropa, bien plegada, en la percha que colgaba en el asiento de detrás. Se sentó y sus dedos juguetearon con las llaves al ponerlas en el contacto, respiró hondo en medio del caos cristalizado por las altas temperaturas, esperó que el viento cambiara de dirección.
Y arrancó.



El autor:

"Alfredo Álamo (Valencia,1975) Ganador del premio Ignotus 2004 a lamejor obra poética. Ha publicado cuentos en las antologías Visiones2004, 2005 o Fabricantes de sueños 2005. También en revistas comoArtifex, Axxón o Parnaso. Mantiene una tira cómica, La legión delEspacio, en el Sitio de Ciencia Ficción. Se le puede encontrar en: http://escribiendo-mementomori.blogspot.com, http://cienciaficcion.blogspot.com"

Thursday, August 18, 2005

 

CÓCTEL POÉTICO

COMO VAMPIROS

Soy
el viento que ves deslizarse entre tu pelo,
soy
las nubes que crean dibujos en el cielo,
yo,
que todo lo que te doy es todo lo que tengo,
yo,
Que veo a tus ojos matar al firmamento.

Y arranco a tu boca sonrisas de frío hielo,
desgarro la brisa si renaces del infierno,
y rompo los frascos que contienen tu veneno,
me bebo las sobras que han quedado por el suelo.

Chupo caricias como un vampiro inmortal
y mis colmillos se clavan en tu dulce cuello
sí, nos fundimos en un orgasmo sin igual.

Dos
desnudos y cayendo por un agujero,
dos,
ninguno hay que pueda romper nuestro fuego,
dos
y juntos seremos como un uno entero,
dos,
Apuesto a que no es posible así ni un lamento.

Y olvido los días que pasé en un cruel destierro,
escupo a los dioses que soñaron con mi encierro,
lo que antes creía ahora ya no me lo creo,
quizás es verdad que existe el amor eterno.

Me acaricias como una vampira inmortal
y tus colmillos se clavan en mi ansioso cuello
sí, nos fundimos en un orgasmo sin igual.




LLORAR DE ALEGRÍA

Me fui a saber la vida entre tus manos
cabeceantes, divas,
perennes en lo eterno
Como el hielo glaciar.
Bebí caricias tensas de algodones
que, irrompibles, pisaban cristales
De mi pecho en almohada convertido.
Y conocí la tristeza del feliz
Cuando en tus dedos vi resbalar sal de agua.


YA NOS VALE

Ya tenemos sitio donde ir
y barcas para andar;
tenemos ramos de claveles
y labios de agua de barro;
ya tenemos más de tres por tres
y siete por veintiuno;
tenemos calendarios en blanco
y relojes sin cuerda;
ya tenemos tapones para los oídos
y hamburguesas que matan los gritos de hambre,
tenemos paredes insonorizadas
y golpes de vecinos que se apagan subiendo la tele o el mp3;
ya tenemos teléfonos de urgencias
sin prisas ni malos humos,
tenemos agentes de azul
para los morados de andar por casa;
ya tenemos insomnio con pastillas
y pastillas para el insomnio
y las conversaciones graves
sobre las sábanas;
ya tenemos dientes de plástico
para morder al que te quite el sitio en el metro
y silbar a quien no escuchará,
porque sólo aprendemos a oír;
ya tenemos bailes de salón
en deportivas y camareros
atletas encorchados
y tenemos tema y la antena
siempre puesta en los demás;
ya tenemos dinero para tener
y bolsas para tener
y tenedores de plata para pinchar lo que tenemos;
tenemos un globo y azafrán
en las narices y pinzas
para unas cejas sin requesón de postre;
ya tenemos aire en lata, píldoras
de aceite y vinagre en las entrañas;
ya tenemos cableada la ciudad.
Y tenemos, sólo de vez en cuando,
que dejar de lado el amor, el desamor
y la muerte, para pararnos a mirar
la poesía que nos falta en la vida
que hoy, ya mismo, tenemos.


AMORES DE CHAT

Cené con Doña Tecla, la amante del teclado,
se quitó la rebeca mirando hacia otro lado,
me dijo suavemente: “quiero que me teclees”,
y la besé un buen rato, así como lo lees.
Pantallas con ventanas que muestran cuando esconden
más que un día sin niebla y nunca me responden
¿qué coño es lo que busco, qué encuentro y qué ya tengo?,
si todo está tranquilo, ¿por qué me voy y vengo?

Los ajos se repiten, son un disco rallado,
sus voces me transmiten que mi sueño ha volado
contigo, con mis manos. Tan guapa, no me esperes
que no quiero esperanzas, pues sé que no me quieres.
Amanece apagado, pc de Steve Wonder,
que, ciego, de un bocado, la nocilla se come;
¿Sabes?, te sigo amando, juego con la Nintendo
mientras pienso tus labios y a ellos voy corriendo.

Comí con Mini Mouse*, la novia del ratón,
que tiene un guante blanco y roba el corazón
de los que nos quedamos mirándola beatos,
es madre, mas no cose, y amante de mil gatos.
Un Linux que no es Windows me dijo que existía,
se me quedó colgado, perdí mi biografía.
Busco en las papeleras las letras de canciones
que nunca escribí a boli y perdí a pares o nones.

Me duele la cabeza de haberte conocido,
dijiste “sólo sexo” y me doy por vencido,
no quiero que me cuentes un cuento tras los besos,
he quedado con otra y no estoy para excesos.
Además, dulce Alicia, ¿país de maravillas?
puedes irte tú sola, que no me hace cosquillas,
que ya tengo bastante con pensarme solito
historias de un tal Dickens, y más no solicito.

Dame el bicarbonato y el zumo de cebada
para seguir pensando que no ha pasado nada.
La nada no lo es todo, ni el todo es poderoso,
ni el poder de los osos es nada si te evoco.
Pondré un rato el Emule que quiero ser pirata,
la vecina no sube, quizá estiró la pata,
quizá sigue soñando que nunca despertó,
como esa cenicienta que descalza me amó,
una bella durmiente más que una bestia ronca,
se comió una manzana y armó una buena bronca,
sé que iba colocada del fruto colorado,
¿romper de una patada un espejo dorado?
Pepito Grillo vino a repartir buen vino
y dar en el pescuezo al hijo del padrino,
la novia se ha fugado con la pasión fugaz
que siente por un preso fugado de Alcatraz.

Besé a Emilia un segundo y estoy desayunado,
a veces amo el mundo, no siempre demasiado,
odio los pegamentos que no pegan la piel
que no quieren juntarme a tus labios de miel.
Las cartas que me escribes: faltas de ortografía,
reenvíos de otros hombres, la virus de María,
ésa que no perdona que me fuese contigo,
pero ya, al fin y al cabo, te digo como amigo
que lo que le molesta de toda nuestra historia
es que le dabas vueltas como gira una noria,
pensaba que algo había y algo quedó en su mente,
no sé, que la querías. Eres sobresaliente,
matrícula de honor, que cantaban Tequila,
de lo soso el sabor. Y tú por mí tranquila
cuando te vas de viaje, que no sufro abstinencia,
y no hago mi equipaje, ni muero por tu ausencia.

Me puse ayer a dieta, seguro que algo engordo,
ya paro de escribirte, me estoy quedando sordo
de oír de mis amores y leerte la vida,
¿nos vamos a la cama?, comienza otra partida.

* Léase como se escribe.

DE VIDA EN VIVO

De vida en vivo me paso las horas,
sin el deber de recordarni tu voz
ni tu pan ni tus piernas,n
i la primera vez que me besaste,
pues jamás te has ido, Sofía.

De vida en vivo te abrazo en la aurora.
Y no quiero nombrar estrellas,
ni saber que ahora ha pasado.
Lléname otra vez los ojos.
Mira,hay un espejo flotando mares.

De vida en vivo despierto a deshora.
Y las ojeras de amarte se agrandan,
no deseo otra cosa que tenerte
en mi piel con tu piel.
Canta,hay nuestras vidas en singular.

DURMIENDO SIEMPRE

¿No has escuchado el despertador?

He hecho el café y no te duchas. Baja
o subo yo. Escalones que tiemblan.

Decido, no llegó el momento, gritando,
escribo grafittis en los ríos
con piedras planas y saltarinas.

Te huelo, tumbado en la cama te huelo,
veo cómo tus sueños sonríen,
discrepo con la dama de muerte
que piensa que ya es hora de andar.

No hay música, no hay sonidos de instrumentos.
Amarguras y cipreses, plañideras,
el hombre negro y blanco habla de ti,
el hombre nocilla, el hombre chocolate.
Y no te conoce. Nadie espera.

No hay música, no hay palabras que me digan.
El hombre chocolate invoca frío.
Hoy recordar me queda, y tu ropa;
Hoy conocer me queda, y tu imagen.
Quiero ser yo tu destino, y no sé.
Te olía, tan quieta en la cama, te olía.


© Gonzalo López Cerrolaza

El autor;

Gonzalo López Cerrolaza (1978) nació en Madrid, pero vive en Toledo desde que tenía año y medio y aquí ha realizado sus estudios. Es Diplomado en Educación Social, profesión que ejerce en la actualidad, Técnico Superior en Educación Infantil, Cuentacuentos y Humorista. Su actividad profesional la comparte con su afición a la Literatura y sus actuaciones con el Dúo de Humor y Cuentacuentos “Los Cuenteros”.

Ya desde muy joven comenzó a escribir poesía y algunos de sus versos están publicados en diversas revistas impresas y varios portales y bitácoras de Internet. También ha escrito cuentos y relatos cortos (muchos de ellos pueden encontrarse en
http://blogia.com/a_las_6_y_pico y relatos y diálogos de humor http://blogia.com/cuenteros, además de muchas letras de canciones, de las que unas cuantas forman parte del repertorio de algunos grupos musicales (Nocturnia, SDUT). En 2004 publicó Hecho a mano, un libro de poesía del que ya ha vendido más de 300 copias.

Thursday, August 11, 2005

 

TE HE VISTO



TE HE VISTO
Bebe en el cuenco,
en el rigor extremo
de los poros quemados,
el jugo oscuro de la luz.
José Ángel Valente


DÍA 1

—Te he visto —dijo la voz, con un leve tono sarcástico.

Sostuve el auricular contra mi oreja con la mano izquierda, mientras con la derecha enrollaba el cable alrededor de la muñeca. En el salón, el reloj de pared dio las dos. A través de las persianas de la ventana se filtraban rayos de luna que se deslizaban por el parquet envueltos en una bruma polvorienta. Fuera, en la calle, un perro solitario ladró a la oscuridad.

—¿Perdón? —susurré.

Notaba un sabor agrio en la garganta, y mi habitual acidez de estómago reclamaba a gritos una visita al cuarto de baño. Además me incomodaba el frío del parquet que recorría las plantas de mis pies descalzos. La llamada en mitad de la noche me había sobresaltado, pero aquellas tres palabras me sumieron en una especie de sopor estúpido.

—Te he visto —repitió la voz.

Era una voz joven, casi infantil, pero de timbre masculino. Al menos, eso pensé. Intenté asociarla con algún conocido, pero no me resultó posible. El tono de burla que creía apreciar me exasperaba, pero los antibióticos para el resfriado y el mismo absurdo de aquella situación no me permitían reaccionar con rapidez.

—Creo que se ha equivocado —murmuré, muy bajo, como si no quisiera ofender a mi interlocutor.
—Cállate, joder. No me vengas con esas gilipolleces —continuó la voz—¿Acaso yo te he faltado al respeto? Mierda, mierda... Mira, tío, iré pronto a verte, y más te vale tenerlo todo preparado. Te he visto, recuérdalo. Te he visto.

Colgó. Me quedé algunos segundos más de pie, escuchando los pitidos del teléfono. Después colgué y me senté en el suelo del pasillo, junto a la mesita del teléfono, con la espalda apoyada contra la pared. Cerré los ojos un instante e intenté visualizar a aquel chico, probablemente un gracioso. No pude, estaba demasiado cansado. Decidí acostarme y dejar las elucubraciones para la mañana siguiente.
Unas horas después volvió a sonar el teléfono, pero no me levanté a cogerlo. Cubrí mi cabeza con la almohada y esperé interminables segundos hasta que la casa quedó de nuevo en silencio. Poco después volvió a sonar.
Sonó doce veces más antes de que me decidiera a desconectarlo.

DÍA 2

Llegué al trabajo con algo menos de una hora de retraso. Me excusé varias veces aduciendo que había pasado una mala noche, pero mi jefe de proyecto no quedó muy contento con la explicación. A pesar de todo, me permitió hundirme en mi cubículo con una mirada de reproche, no sin antes recordarme los plazos de entrega del nuevo producto. Cuando me dejé caer en la silla y encendí el ordenador, repasé los sucesos de la noche anterior con detalle.

Aquel chico estúpido había marcado un teléfono al azar, y me había tenido que tocar a mí soportar su estallido hormonal. Tras innumerables llamadas me había visto obligado a desconectar el teléfono, lo que le daba el primer punto en una hipotética batalla por el control de mi línea telefónica.

Tecleé mi contraseña y me dispuse a disfrutar de otra rutinaria jornada de programación en java. El trabajo, tedioso y aburrido como nunca, me absorbió por completo y consiguió hacerme olvidar el incidente nocturno. Tuve tiempo incluso, mientras tomaba un café junto a la máquina con otros compañeros, de charlar con la nueva secretaria, una belleza pelirroja madre de dos niñas gemelas. Para nuestra desgracia, acompañó su insufrible monólogo con varias fotografías de las susodichas. Me disculpé con una sonrisa y les dije que debía continuar con mi trabajo. La pelirroja me creyó y me devolvió la sonrisa como despedida. No creo que nadie más se tragara semejante mentira.

El resto de la mañana transcurrió como un día cualquiera en la vida de un informático: miré a las nubes durante algún tiempo, y el resto lo invertí en programar y navegar por Internet, a partes iguales. Antes de marcharme a comer, miré mi correo electrónico por última vez, para asegurarme que no me llegaba trabajo inesperado por parte de mi jefe. Libre de preocupaciones, me marché al restaurante chino de la esquina a disfrutar de un rollito de primavera, un arroz con gambas y una ternera con salsa picante.
Cuando volví el sobrecito en la parte inferior derecha del monitor me informó de que había recibido correo. Sonriente, abrí la bandeja de entrada y leí el primer mensaje.

>From: yose@quiener.es
>To: TuLoSabes
>Subject: TE HE VISTO
TE HE VISTO.
PRONTO TÚ ME VERÁS A MÍ.
TENLO TODO PREPARADO.
SERÁ MEJOR PARA LOS DOS.

—¿Un admirador secreto? —susurró una voz en mi oído. Me sobresalté.
La pelirroja estaba a mi lado, observando con ojos curiosos la pantalla de mi monitor. Furioso, cerré el programa de correo y le lancé una mirada de pocos amigos.
—No creo que sea asunto tuyo —mascullé, intentando controlarme.
—Claro, claro, no te preocupes —me respondió—. Tengo mejores cosas que hacer que perder el tiempo contigo.

Se marchó con un sugerente contoneo de caderas que no me pasó desapercibido. Por un momento imaginé el rostro de su marido colgado de una pared a modo de trofeo, exhibiendo una enorme cornamenta. Sonreí, pero sólo duró un instante. Justo hasta que sonó el teléfono.

DÍA 3

Un grupo de adolescentes increpaba a un anciano mientras dos mujeres embutidas en vestidos chillones y ajustados discutían acaloradamente entre sí. Sentado en un banco, con la hoja de la denuncia en una mano y un bolígrafo –que una amable señora me había prestado– en la otra, dejé que mi mente volara y observé con detenimiento la variada fauna que poblaba la comisaría. Prostitutas, adolescentes con problemas hormonales, varias personas denunciando un robo o una desaparición, tan parecidos entre sí como distintos en una primera mirada.

Un hombre se sentó a mi lado y abrió un periódico deportivo. Llevaba un traje gris marengo, elegante y sobrio. Intenté imaginar los motivos que le llevaban hasta la comisaría: tráfico de drogas, una demanda por acoso sexual; quizá hasta un posible asesinato. Un agente se acercó hasta nosotros y los dos hombres desaparecieron tras una puerta. De nuevo solo, decidí rellenar apresuradamente aquel papel. Al terminar lo dejé sobre un mostrador y salí de allí, consciente de la inutilidad de mi gesto.

La mañana había transcurrido casi por completo. Cuando miré mi reloj de bolsillo eran más de las doce, por lo que decidí marcharme a comer y volver después a la oficina. Caminé unos metros hasta la hamburguesería más cercana y allí devoré dos hamburguesas con queso acompañadas de cerveza y patatas fritas. Mientras comía observé a través del cristal cómo circulaban los coches por la avenida. Se había levantado algo de viento, y las ramas de los árboles temblaban y se combaban, como si me saludaran.

Pensé en la secretaria, aquella joven pelirroja tan llamativa. Hablaba de sus hijas, de sus vacaciones, de las noches de discoteca. No la había oído mencionar todavía ni una sola vez a su marido, si es que lo tenía. Quizá viviera sola, después de todo. Separada, probablemente divorciada. Si durante su matrimonio había intentado mantener aquel ritmo de conversación con su marido, comprendía a la perfección su deseo de terminar la relación.

Mojé una patata frita en un charquito de tomate ketchup y la degusté mientras la comía. Mucha gente se resiste a disfrutar con la comida basura: yo no soy de ésos. Una buena hamburguesa me resulta tan deliciosa como el mejor solomillo de ternera a la pimienta, o la mejor langosta recién seleccionada del acuario del restaurante. Cada elección tiene su momento, y el placer de la mesa puede ser igual de gratificante en un restaurante de cinco tenedores como en una pizzería de franquicia. Terminaba mi bebida cuando sonó el móvil. Derramé la mitad de la cerveza intentando descolgar sin dejarla sobre la mesa.

—¿Sí? —dije.

Al otro lado de la línea no había nadie, o al menos eso pensé al principio. Tras unos segundos de silencio noté una respiración agitada en mi oído, y en aquel momento recordé las llamadas y el correo electrónico. Quise hablar, pero me sentía demasiado nervioso para hacerlo. No sé cuánto tiempo estuvimos los dos en silencio; quizá un minuto, no puedo afirmarlo con seguridad. Lo que sí puedo decir es que para mí el tiempo se detuvo, y durante todo aquel suplicio estuve en un estado de tensión tal que creí que sufriría un infarto. Entonces, como si supiera cómo me encontraba, como si hubiera esperado el instante justo antes de mi muerte, aquella voz habló de nuevo.

—Iré a verte. No puedes imaginarte cómo deseo verte. Estoy tan... excitado.
Después, bruscamente, colgó.

DÍA 4

Como supuse, la denuncia interpuesta en comisaría tuvo una vida efímera que no la condujo a ninguna parte. Hablé dos veces con un agente cansado, de papada prominente y mirada perdida, que abrió desmesuradamente los ojos y esbozó una sonrisa cuando le confesé que me sentía amenazado.

—Mire, amigo —dijo, demostrando con su tono de conversación no haberse perdido ningún episodio de Starky y Hutch—, yo creo que usted conoce a ese tipo. ¿Cómo si no conoce su móvil, su correo, su teléfono? Quién sabe, a lo mejor sabe incluso dónde vive usted.

Sonreí, ocultando mi deseo de aplastar el cráneo de aquel dechado de sensibilidad, y abandoné la comisaría con una innegable sensación de fracaso. Acudí por la tarde sin demora a mi médico de cabecera, con la oculta intención de conseguir la baja durante un par de días. Aquella situación comenzaba a escapárseme de las manos, y no quería que mi trabajo se viera afectado por todo ello. Mi médico, un anciano de gesto sombrío y ademanes ariscos, firmó el papel con desgana mientras fingía escuchar los síntomas de una migraña que se había instalado en mi cabeza una semana atrás. Extendió además una receta por una caja de pastillas no sin antes emitir su acostumbrado juicio acerca de mis males.

—¿Sabe? No consigo comprender qué beneficio obtiene de esas... llamémoslas migrañas pasajeras, encerrado en su casa y atiborrándose de pastillas. Quizá si cambiase sus hábitos alimenticios o...

Y continuó hablando durante varios minutos, mientras yo me levantaba, me despedía de su enfermera y me disculpaba por tener que marcharme de aquella forma apresurada. Recogí mis pastillas en la farmacia –una chica joven, de pelo rubio recogido en una coleta, me sonrió como si en realidad estuviera comprando una caja de preservativos– y caminé hasta mi casa, intentando despejar mi mente. De camino me detuve en un supermercado y compré algo de fruta y dos botellas de vino tinto de reserva.

Cuando llegué al portal busqué las llaves en el bolsillo de mi pantalón mientras intentaba no dejar caer las bolsas de la compra. Abrí y me dirigí hacia las escaleras. Junto a ellas, un joven de poco más de veinte años simulaba leer un panfleto publicitario. Observé detenidamente sus gestos mientras avanzaba hacia él. Sostenía el papel con una mano. La otra, oculta en el bolsillo del pantalón, acariciaba un objeto que bien podría ser un arma blanca. Di otro paso hacia él, y el chico alzó la vista. Me detuve, alerta y preparado para cualquier cosa. Las bolsas de la compra, una en cada mano, colgaban de mis brazos como extensiones muertas. El chico me miró unos segundos, después sonrió.

—Buenas tardes —susurró.

Sonreí, pero notaba las gotas de sudor deslizándose como ríos de sal por mi frente y mis cejas. Dejé las bolsas en el suelo y volví a sacar el manojo de llaves. Mi puerta queda al lado de las escaleras, justo donde aquel joven permanecía impávido, con su helada sonrisa cristalizada en un rostro de piedra. Nos miramos detenidamente, sin dejar de sonreír.

—Buenas tardes —dijo una voz a mi espalda, y una joven pasó a mi lado como una exhalación y se colgó del cuello del joven.

La reconocí al instante; era la hija de la portera, Marta, la chica que acostumbraba a limpiar mi casa un día a la semana. No recordaba que aquella tarde debía pasar por allí. Entré las bolsas hasta la cocina y volví a salir a la puerta.

—Perdona —le dije—. No se si ya te lo había comentado, pero hoy no es necesario que te quedes, pasaré la noche fuera.

Sonrió y dijo que perfecto, que no había ningún problema, aunque una sombra de enfado cruzó por sus pupilas. Probablemente estaba comenzando a acostumbrarse a mi comportamiento peculiar. No importaba en realidad.

—Bueno, entonces nosotros nos vamos —dijo ella, sonriente—. No hay mal que por bien no venga.

Cerré la puerta y encendí la televisión. Después hice la cena y me acosté temprano. Ya no me apetecía marcharme.

El teléfono sonó algunas horas después.

DÍA 5

Me desperté sobresaltado, con la piel perlada de sudor y las sábanas retorcidas alrededor de mi cuerpo. El reloj de la mesilla marcaba las cuatro de la mañana, y una suave brisa nocturna se colaba por la ventana de la habitación, danzando con las cortinas. Me levanté en silencio y me vestí con unos pantalones vaqueros. Descalzo, salí al salón.

Encendí la luz de la lámpara, y quedé frente a Marta y su novio. La chica rebuscaba ansiosamente en uno de los cajones mientras el chico, impávido, me observaba.

—¿Qué demonios...? —rugió Marta, y al volverse sus ojos se encontraron con los míos— ¡Maldita sea!

La joven rebuscó en su bolsillo trasero y exhibió una navaja de hoja afilada y mango de plástico negro. Un arma peligrosa en manos de alguien asustado y consciente de su error.

—¡Vamos, idiota! —gritó al chico— ¡Haz algo! ¡Yo no me largo de esta casa sin la libreta y las putas tarjetas!

La situación me tomaba por sorpresa. Conocía a Marta y a su familia desde hacía casi doce años, y nunca hubiera esperado algo así. Además, me sentía incómodo mostrándome ante ellos sólo con mis pantalones vaqueros. Todo me resultaba extraño, inadecuado. Avancé un paso hacia ellos y Marta enseñó sus dientes en una mueca de rabia mientras fintaba con la navaja.

—¡Atrévete, machote! —gritó.

Y me atreví. Di dos pasos y de un manotazo le arrebaté el arma. Aterrada, retrocedió hasta la pared, derribando mi equipo de música y varios libros de las estanterías. Mientras tanto, el chico permanecía inmóvil, ajeno a todo lo que ocurría. Supe entonces quién era, y supe perfectamente lo que esperaba de mí. Marta jadeó, cayó al suelo. Parecía borracha, o drogada. Era muy probable que hubiera consumido algún tipo de droga para reunir el valor y entrar en mi casa de aquella forma.

—¡Joder, joder! —dijo en un susurro.

Llegué hasta ella y la cogí por el pelo. Gritó, y pensé en los vecinos. Pero sabía que no le darían importancia. No era la primera vez que una mujer gritaba en mi casa y no sería la última. Golpeé su cabeza contra el parquet, sintiendo cómo se astillaba el hueso de la nariz. Golpeé de nuevo, acallando los gritos. Le tomé el pulso y comprobé que respiraba con cierta dificultad. Estaba inconsciente, pero todavía serviría.

Miré al chico.

—¿Me ayudas? —le dije, mientras arrastraba el cuerpo hasta mi dormitorio.

Sonrió débilmente y tomó las piernas de Marta. Entramos en el dormitorio y la dejamos sobre la cama, no sin antes retirar las sábanas y el edredón y cubrir el colchón con un plástico transparente. Después abrí el armario y saqué el equipo. Mientras tanto el chico se dedicó a desnudarla, procurando que no despertara. Cuando terminó, até sus manos y tobillos con cuerda de alambre a las patas de la cama, manteniendo sus piernas muy abiertas y los brazos separados, y extendí sobre la cómoda todo mi material de trabajo.

—Mira, ve a la cocina y tráeme un bote que pone Sales, está sobre la encimera, junto a los cuchillos. Por cierto, ¿cuál es tu nombre?
—Iván –dijo, y corrió hacia la cocina.

Cuando volvió, yo ya había amordazado a su novia. Despertó sobresaltada, y se debatió contra sus ataduras con fiereza, provocándose varias heridas que comenzaron a sangrar. Sin prestarle atención, me desnudé bajo la mirada atenta de Iván y me coloqué un preservativo. Soy muy cuidadoso en ese sentido, no quiero tener problemas. Violarla fue gratificante. Su cuerpo joven y bien formado luchó durante todo el acto, y acompañó todos mis movimientos con gemidos de dolor apagados por la mordaza. Tan decidida, tan atrevida, y todavía conservando la flor de la vida. Cuanto terminé, decidí violarla por segunda vez. Iván, mientras tanto, acariciaba el resto de mi equipo como un aprendiz ávido por comprender los misterios del instrumental de su maestro. Esta segunda vez fue, si cabe, mejor que la anterior. Rendida, aterrada, apenas tuvo valor para resistirse cuando le mostré su navaja y la hundí en su antebrazo. Gritó, sí, y lloró también.

Después busqué mi bisturí y me ensañé con su cuerpo. Provoqué ríos de dolor y sangre en sus pechos y en su vientre, y me entretuve unos minutos realizándole una ablación. Cuando clavé el bisturí en su ojo derecho se desmayó. Para entonces yo había terminado el juego, así que concluí la obra con rapidez, cortando su yugular con un cuchillo de carnicero. Iván y yo fuimos juntos hasta el baño y trajimos un par de esponjas y un cubo para recoger la sangre, ya que la alfombra era nueva y no queríamos mancharla.

Recogimos todo y depositamos el cuerpo en mi bañera. Ya lo trocearía mañana; ahora me sentía agotado y a la vez excitado, como solía ocurrirme. Llené el lavabo de agua y me limpié los restos de sangre con desgana. Después me sequé con una toalla y volvimos al salón.

—¿Y bien? —dije, mirando a Iván y encendiendo un cigarrillo.

El chico temblaba de pies a cabeza, pero no de miedo. Yo me había comportado como un maestro ante él, como un padre. Pero ignoraba lo que sentía, lo que deseaba, qué le había motivado a hacer todo aquello.

—Yo... —comenzó, con timidez— ya había visto tu trabajo una vez. Vine a recogerla y te vi con una mujer, una mulata. Supe lo que hacías, por eso quise verte. Conocerte.
—¿Y estás satisfecho? —le respondí, exhibiendo mi mejor sonrisa.
—No.
Aquello me sorprendió, pero no perdí mi sonrisa. Esperé en silencio, invitándole a continuar.
—No. Verás, yo... no quería verte hacerlo otra vez. Quiero formar parte de esto, ¿sabes? Siempre he querido participar.
—Bien, entonces buscaremos a una muj... —comencé, pero me interrumpió con un gesto.
—No, no lo entiendes, yo no quiero matar a otra mujer. No, yo quiero... participar.

Y entonces sonrió tímidamente mientras comenzaba a desnudarse y sus manos buscaban las cuerdas de alambre. Yo sonreí también, más si cabe, recordando las palabras que la pelirroja de mi trabajo repetía en todas las conversaciones. No hay quien entienda a estos jóvenes de hoy en día.
Sobre el autor:
Santiago Eximeno es un escritor madrileño, nacido en 1973, que ha publicado una novela (Asura, Grupo AJEC, 2004) y varias antologías: Imágenes, con Parnaso; Visiones 2005 (seleccionador), con la AEFCFT y Canope, con Ediciones Efímeras. Ha publicado relatos en prácticamente todas las revistas de género, tanto en papel (Artifex, Gigamesh, Galaxia...) como en formato electrónico (Axxon, Pulsar, Alfa Eridiani...). Es también editor de varios ezines como Qliphoth (http://qliphoth.eximeno.com), Efímero (http://www.edicionesefimeras.com)), de varios blogs (http://blogs.ya.com/efimero, http://subcontratado.blogspot.com) y mantiene una página web (http://www.eximeno.com) donde refleja todos sus intereses artísticos: literatura, ficción interactiva, juegos de mesa...

Friday, August 05, 2005

 

La pasión de la muerte (Johan Rosario)

1
Hay en las afueras de París, limítrofe a la Riviera de Neous, muchas casas cuya fachada confirman la máxima de que nunca la opulencia es total. Un ejemplo de ello es este complejo habitacional en el que acaba de entrar Miguel. Como todos los que componen el cordón --a despecho de que estamos en la Gran Francia-- no promete ser la Octava Maravilla, pero tampoco es que sea de lo peor. Cierto es que ha sido pintado a brocha, cosa inusitada entre las que más lo sean. No son estos los lugares en donde se supone que primen métodos tan primitivos. Pero es la verdad, y a esto adicionemos que las escaleras son tan enrevesadas que Miguel se ha detenido para escrutar bien como comienza a subir.
--Coño, cuando viene a ver me caigo por estas jodidas escalinatas --dice. Se queda mirando un punto fijo en el horizonte, buscando consuelo en alguna imagen que le recree la mente, pero qué va, desde aquí no se avista nada deslumbrante, ningún monumento suntuoso, señales de la Torre Eiffel ningunas. Un monte tupido de cactus, matizado entre colores pardos y cenicientos es cuanto apresan sus ojos.
--Coño -dice Miguel otra vez- estoy metido en la boca de una ratonera. A este hombre hay que entenderlo; la verdad es que no está acostumbrado a andar por sitios así. Empero, el móvil de su presencia aquí, del que pronto tendremos noticia, no le brinda resquicio alguno para andarse con refunfuñeos. El prontuario de Miguel --aclaremos con tiempo--- registra el nada desdeñable mérito de haber viajado a Italia con los documentos oficiales que robó a un hijo del embajador argentino en Suiza, de haber pagado dos noches en el celebérrimo "Hotel Miusollini" con mentiras y de haber tenido una audiencia privada con el mismísimo Joseph Ratzinger "Su Santidad", haciéndose pasar por Antonio de la Rúa, el popular novio de Shakira e hijo del expresidente Fernando.
2
La sombra trémula que rescatan los tenues rayos del sol debe ser de mujer. Esas caderas tan pronunciadas solo pueden pertenecer a una fémina, a no ser que se trate de algún trasvesti enfundado en su mariconera. Severos puntazos carcomen las tripas de Miguel. A todo le teme el pobre, es que las autoridades de toda Europa han iniciado una aguda cacería procurando atraparlo. Las imputaciones que pesan sobre él son serias. Hace apenas minutos se cagó en los pantalones, a quien no lo pasaría si siendo un prófugo de la ley se se topa, sin que pueda evitarlo, con un tipo vestido de Guardia que por todas sus insignias parece oficial. --Bon jour, messié --Dijo el que parecía Oficial.
--Hola --alcanzó a decir tembloroso Miguel. Las manos, que las llevaba metidas en los bolsillos, las sacó, como en espera de que el militar lo prendiera. Su perentoria interpretación fue que lo emplazaban a rendirse. --Estoy perdido --pensó.
--Usted es el malhechor Argentino que andamos persiguiendo --esperaba que le dijera.
Pero nada ocurrió así, todo fue una disonancia de lo que prometía el cuadro. El hombre resultó ser un bombero pariciense que hasta le brindó una cerveza.
--Wy, monmieme, me sat de La Recherch --dijo el hombre.
No entendió ni un ápice Miguel, pero un español bilingue que vió la cara perdida del argentino salvó la situación.
--Pregunta que si te tomas una cerveza, es una persona fiable, yo lo conozco, todos alaban su carrera de bombero --dijo el que por su z arrastrada no podía ser otra cosa que español.
La cara de Miguel, que se había vuelto un arcoiris, recobró su color normal. Para poner la barba en remojo, Miguel se marchó del lugar, las exposiciones públicas hay que evitarlas, lo peor que puede hacer alguien que es virtual reo de la justicia es andarse paseando tan a la vista.
3
Ahora está aquí, perdido, no de dirección, sino de mente. Bien le explicó Verónica que vivía en la calle May de la Tortue No. 40, por lo que no puede estar extraviado, el número que tiene la casa es el mismo que está escrito en este papel que sostiene con sus manos sudorosas.
Se decide por fin a subir, es lo que debió hacer desde un principio en lugar de estar esperando que los cactus se desprendieran de su monte y fueran a ayudarlo en esa tarea.
Ya lleva un escalón pisado, pero será que piensa que el lugar está embrujado o qué cosa. Ahí se ha quedado, agarrado a los maineles, acezando, devolviendo la vista al monte, parece cierto que pretende alguna ayuda del paisaje.
Si aquí hubiera algún observador le diría: --Qué va, Miguel, hasta hoy no ha sido posible que los cactus actúen, el monte menos aun. Anda hombre, y deja esa vaciladera.
4
El bulto que sigue dibujado en la pared parece detenido. Los movimientos que proyecta la sombra son como los de una momia que avanza envuelta en sus sórdidos harapos.
--Miguel, mi amor --se escucha nítida esta voz. Es Verónica, su amiga, que acaba de llegar con una paca enorme a rastro.
--Hola, Verónica, llevo rato aquí indeciso entre si subo o no. Has llegado en buen momento, mi amor. Ya creía yo que me iba a caer muerto; hay por aquí algún polo magnético que ha atrapado mis piernas.
5
Ya están en el apartamento. Cuán difícil fue encaramar la paca mencionada hasta el cuarto piso. Verdad inobjetable es que el papel periódico pesa poco, pero tratándose de 700 ejemplares de Le Monde, en cuya empresa trabaja Verónica como repartidora, no pensemos que fue un golazo sin portero esto de subir a pulso semejante carga.
--Me has dado una sorpresa bien agradable --dice Verónica.
--Tenemos que hablar --dice secamente Miguel.
--Te sucede algo, estás pálido --dice Verónica--. Tu voz me dejó preocupada cuando me llamaste ayer.
A boca de jarro dice Miguel:
--Me anda persiguiendo la Interpol.
--Qué, qué y tu qué has hecho? --pregunta Verónica inquieta.
--Qué no he hecho? --dispara Miguel.
Después de hacer un escrutinio minucioso por cada una de las tropelías cometidas, Miguel le pidió a Verónica algo de comer. En todo el día no ha pasado ninguna comida verdadera por la garganta.
Como compadecida de toda la tragedia que ha configurado su amigo en torno a él, Verónica dice:
--Te voy a preparar unos higos, mi amor. Y ya quita esa cara de culpable, nadie es infalible, quién no ha cometido yerros?. Quisiera encontrar alguno que tire la primera piedra.
No se esperan palabras como esa de alguien que se ha granjeado cierta prestancia en la sociedad pariciense. Esta Verónica es de lo más querida no tanto por su posición en uno de los periódicos más famosos del mundo, sino por su cada vez más pulida pluma. Recientemente dio a conocer un libro de poemas titulado "Hecho a Mano" que recibió muy buena acogida de la crítica. De alguien con ese perfil lo que se esperaba era una condena enérgica a todo lo dicho por su amigo, pero tal no ha ocurrido.
6
Viene Verónica con los higos prometidos y para sorpresa de Miguel le ha preparado un "Quesillo" de postre. No se trata del mejor menú del mundo, que no estamos en el Restaurant "Nápoles", pero no está tan mal el sazón de esta chica.
La noche está metida cuesta abajo. El crepúsculo comienza a ocultarse y el panorama se tiñe de un color gris e impreciso. A ras del alféizar de una ventana se ponen Miguel y Verónica a pasar revista a temas que solo ellos saben por qué invocan. Es como si quisieran huir de la realidad aplastante que persigue a Miguel.
Desde allí ven como bandadas de golondrinas cruzan en diferentes direcciones. Esta zona tórrida ve asomar el ocaso entre ondeantes nubes de púrpura y plata, y sus últimos rayos, tibios y pálidos, visten de un colorido melancólico su campos vírgenes, cuya lozana naturaleza acoge con regocijo la brisa tenue de la noche, que comienza por agitar las copas frondosas de los árboles agostados por el calor del día y acaban refulgiendo su ramaje. El cao de un negro nítido y brillante, el carpintero de férrea lengua y matizado plumaje, la alegre rolita, la tornasolada mariposa y otra infinidad de pájaros, posan erguidos en las ramas de los árboles, rizando sus variadas plumas como para recoger en ellas los últimos soplos consoladores del aura.
Viendo ese panorama sin dudas romántico, se acercan cada vez más, parece que necesitan estar uno sobre el otro para poder escucharse.
No se sabe cómo, pero lo cierto es que ya están agarrados de manos.
De súbito, dice Miguel:
--Yo siempre tuve interés en tí.
Dice Verónica:
--Y por qué no me lo pusiste en conocimiento. Yo también te quise en silencio, tú fuiste mi gran amor en el liceo.
Dicha estas palabras, ya no falta más. Han comenzado a besarse con ardid.
Terminan metidos en la cama. Se han creído que son marido y mujer y así lo han extrapolado a esto que viven con desmesurada pasión. Los gritos de estertor que ha lanzado Verónica han de tener preocupado a sus vecinos, en este lugar nunca se había escuchado bulla alguna. Lo que ha pasado esta noche, sin embargo, el influjo de la vivencia amorosa de estos dos, es cómo para despertar azorado a todo el vecindario.
7
Los gritos que vuelven a escucharse son los de Verónica. No se sabe si es por el tanto tiempo sin hombre que esta mujer lanza unos chirridos de cerdo. Que las mujeres sienten más cuando llevan tiempo sin sexo, es una verdad de perogrullo, pero tampoco es para tanto.
Ya está por amanecer, algunos vecinos que salen a trabajar se han percatado de que hay fiesta en casa de Verónica. Los quejidos no han parado toda la noche, este Miguel parece muy bien entrenado, la bala cae exactamente donde pone el ojo y el resultado obvio es que su víctima grita, no de dolor, sino de placer.
8
Son las 7:45. Si no sale rápido de la cama, Verónica va a llegar tarde al trabajo. La reputación que ha ido labrando escaño a escaño puede peligrar, en Le Monde la tienen como una de las empleadas más puntuales, pero está claro que en 15 minutos no llegará a tiempo.
Se pone la ropa sin bañarse y sale huyendo. Hubiese sido mejor que se diera una duchita, no merecen sus compañeros de labor que se les avalance con el terrible olor a orgasmo que tiene encima.
9
Miguel despierta. Mira bien alrededor, se sorprende de estar en este lugar, hundido en un abismo de soledad tan grande.
--Dónde estás Verónica? --Grita con violencia.
Olvida que su amiga --o amante? será legítimo endilgarle este término-- tiene un trabajo. Siendo las 9:30 en París solo duermen los vagos, esta es una ciudad muy activa, ya por estas horas todo mundo está en su trabajo.
Encima de un gavetero encuentra Miguel una nota con el siguiente apunte: "Mi amor, no quise despertarte. Entro al trabajo a las ocho y me cogió tarde. En la nevera hay algunas latas de comida". Más abajo, como si se tratara de las letras ocultas de un contrato: "Te espero en Nápoles, está en esta misma calle, a dos cuadras. 2:45 P.M.
10
La mujer es todo un piélago insondable de misterios y medias verdades, de palabras retobadas y encubiertas. Eso es lo que podemos colegir al constatar la confusión que se ha apoderado de la mente de Verónica.
Caida en cuenta de que no puede hacerse cómplice de un malhechor, Verónica ha decicido ir hasta la estación de Policía local para denunciar a su amigo, con el que ya fuimos testigos de la desbordada noche de amor que vivió.
El mismo que la mandó a la calle con este repugnante hedor a orgasmo con el que ha llegado a la dotación policial, es al que viene resueltamente a denunciar. --No puedo comulgar con atrocidades como las que me contó Miguel. No. --se dijo antes de formular los cargos.
Le explicó al oficial que la atendió que habría de encontrarse con un peligroso rufián a las 2:45 en el Nápoles.
11
Pasan cinco minutos de la hora que Verónica dejó escrita en el papel, pero ha llegado Miguel al Nápoles sin muchas dificultades. No es difícil movilizarse en París y menos aun cuando este restaurant está localizado en la misma calle del apartamento.
Se queda buscando por todas partes. No se ven rastros de Verónica por ningún lado.
Miguel se sienta en una mesa y pide un Ready to Go. Transcurridos diez minutos, rayando a las 3:00, llega Verónica al restaurant.
Se sienta sin articular palabras.
--Por qué traes esa cara de velorio? --cuestiona Miguel.
--Lo siento mucho, mi amigo. No puedo transigir con lo que estás haciendo. He ponderado bien lo que me contaste y a la luz de la verdad debo decirte que te he denunciado. Serás hecho preso.
--Perra, perra, eso es lo que sos vos. Maldito cuero, prostituta, te acuestas conmigo, vives una noche de pasión singando y así me pagas. Basura --vocifera enardecido Miguel.
Se quedan atónitos los comensales de este fino restaurant, no es común que se anden armando shows en sitios de tanto prestigio como este. Cierto es que poco entienden los clientes del lugar a Miguel, aquí no pululan gente que hable castellano.
Miguel se para presuroso de la silla, parece que huirá. Antes de hacerlo se para frente a Verónica y lo que se intuye es que le dirá algo:
--Toma, prostituta. Lanza una bocanada de saliva que baña todo el rostro de Verónica. Empuja a uno de los mozos que venía en ánimo de reconvenirlo, se dirige al mostrador, toma un cuchillo e intenta la fuga.
Justo al abrir la puerta, constata que un fuerte contingente policial está acordonando el área.
Miguel se echa a correr, empero un carro de policías le interfiere el paso. Fuera de sí, gobernado por un grave de estado confusión y desespero, le va encima al policía e intenta matarlo con el cuchillo para robarle el carro.
--Diminu vos lie (disparen) --se oye ordenar a un oficial con una voz que permite discernir que es el jefe.
El primer impacto mortal lo recibió en el cuello. Después de esto, ya con la cara desbaratada, le siguen disparando. El cuerpo de Miguel ha sido vuelto un colador, está convertido en un solo orificio.
Mal contados, el legista que levantó su acta de defunción estableció que tenía 701 municiones alojadas por todo el cuerpo.
12
La vida se le ha vuelto un ocho a Verónica. Su heroica acción le ganó titulares en Le Monde y un ascenso como Enc. de Distribución. Pero a la par de esto, también le ha ganado unas pesadillas que no la dejan dormir. Todas las noches va a visitarla Miguel. A veces se queda parado frente a la cama mostrando cara de vómito.
Otras veces le dice: Ven Verónica, acércate, perra, déjame hacerte el amor a ver si de esta penitencia que estoy purgando en el limbo, te decides, después de follarte otra vez, a lanzarme definitivamente a la hoguera del Diablo. Perra...
Sobre el autor:
Johan Rosario nació en República Dominicana. Su dossier escritural abarca dos obras cuyo impacto le ha agenciado aprecio entre la crítica literaria de su país. En efecto, las novelas ¨Restos de Corazón¨ y ¨El Hombre de Papel¨, fueron recibidas con gran entusiasmo en RD. Actualmente Rosario publica su columna semanal DESDE LAS LLAMAS en varios periódicos latinoamericanos, entre ellos El Excelsior de México, El Universal de Venezuela, El Nacional dominicano, y en Estados Unidos colabora con el segmento de opinión de El Diario la Prensa, periódico hispano de mayor circulación en New York. Se encuentra en el proceso de edición de su tercera novela ¨Muerte buscada¨. Radica en New Jersey, EU.

Wednesday, August 03, 2005

 

¿Por qué "Firma Invitada"?

Firma invitada se crea para aquellos lectores de "A Sangre y Fuego" que tengan algo que contar. Poesia, relatos, pensamientos...todo eso tendrá cabida en esta sección.

¡Os esperamos!

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